El Presidente de Honor y Fundador de los Cachópers, máximo de Mareo y glorioso Apertura del Belenos sigue poniendo a los vecinos gabachos en su sitio y de paso les enseña algo de las energías renovables que buena falta les hace ahora que el mundo parece dar la espalda a la nuclear.
Hoy, el Decano de la prensa asturiana le dedica un artículo que bien podía titularse "Un indignado más". Lejos de la Mocina, de su Mareo natal y de la tortilla de Carmina, este paisano, lejos de indignarse, quedó hasta los cojones del actual mercado laboral y se fue a hacer mundo.
Volverás Ale, volverás seguro, y para entonces al nivel que te mereces. Un abrazo.
Os dejo el artículo de Azahara Villacorta publicado hoy por El Comercio.
Hay un «gijonés de pura cepa» irreductible que vive en la ciudad gala de Maubeuge, en la región de Norte-Paso de Calais, a un tris de la frontera con Bélgica. Alejandro García Menéndez, 32 años, ingeniero técnico electrónico de Mareo, resiste cerca de la fortaleza de esta localidad de poco más de 30.000 habitantes que repelió varios asedios históricos gracias a su peculiar régimen laboral: «Una de las condiciones que me llevaron a aceptar este puesto es que, cada mes, te dan seis días para estar en casa. Trabajo tres semanas, a veces incluidos sábados y domingos, y después me paso otra en Gijón».
Sólo así se puede sobrellevar con alegría «una ciudad en la que, hasta marzo, hace un frío que pela», y en la que, «a partir de las siete o las ocho de la tarde, no ves un alma por la calle. O vas a comer a las dos y te miran como si comieses a las cinco. Te puede entrar una depresión que te mueres. Horrible». Así que, cuando hablamos del tiempo asturiano, avisa, «no sabemos de qué nos quejamos».
Pero es que no es sólo eso, sino que la ancestral antipatía entre ibéricos y galos no es un mito, sostiene. «Los franceses son un poco particulares. Y la verdad es que a los españoles no les miran demasiado bien». O lo que es lo mismo: «Si esperas que ellos se acerquen a ti los primeros para entablar una relación, vas listo».
Chovinistas o no, lo cierto es que los habitantes de Francia no tienen «nada que ver» con los de la mediterránea Italia, donde Alejandro pasó su último año de carrera como erasmus y donde aprendió el idioma que, paradójicamente, le abrió las puertas del mercado laboral francés. Porque su actual trabajo en la división enfocada a las energías renovables de un grupo empresarial que toca varios palos incluye desplazamientos más o menos frecuentes al país de la bota.
«En realidad, me contrataron porque necesitaban un ingeniero que hablase italiano», reconoce Alejandro, que antes había pasado «por una empresa pequeña en Gijón con un contrato de becario y dos años por El Musel. No de becario, pero casi».
Del futuro no tiene más certezas que la de seguir en Francia hasta septiembre. «Y, luego, al país que salga. Pero seguro que en España no será, porque no sale rentable hacer nada en el sector fotovoltaico». Así que, junto con su jefe, ya estudia nuevos destinos como Sudamérica o Sudáfrica, Estados Unidos o India.
«No es que me apetezca, pero no hay otra opción». Y, aunque sus padres, Roberto y Consuelo, han acabado por animar a su único hijo a escapar de la crisis con el mantra «tiempo a volver siempre hay», las dos mujeres de su vida junto con su madre, explica Alejandro, lo llevan bastante peor. Su abuela Carmina, que le tiene preparada la tortilla que le gusta cada vez que viene, y su novia Cristina, que sigue viviendo en Gijón, son lo que le hace feliz: «Cuando mayor te haces, más necesitas a tu familia». La pareja quiere estar junta, claro, pero, «si el próximo destino es el desierto, no es plan de llevarla a vivir en un barracón. Hay que verlo, porque es complicado». De momento, ahí siguen los dos, irreductibles.
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